miércoles, 18 de agosto de 2010

monodrones

Fotografía de Kevin Hayes


Al llegar abajo cruzó la entrada, encendió las luces del salón, se tendió en el diván y cogió un ejemplar de Elle. Luego tiró la revista al suelo, volvió a levantarse, sus ojos se humedecieron al recordar algo (nunca más, nunca), se dirigió hacia la cocina, se sirvió un jugo de frutas de la nevera, estaba a punto de llorar, el silencio de la casa le crispaba los nervios, apretó los muslos, volvió a recorrer el pasillo, entró en el salón, y el vaso en una mano y la revista Elle en la otra, se tendió de nuevo en el diván con las rodillas levantadas, moviéndolas, por expansión nerviosa, de derecha a izquierda. Apenas se oía el rumor del oleaje. Más allá de las rejas de la ventana, en el horizonte del mar, asomaba una luz rosada. El albornoz se abrió sobre el monótono vaivén de las rodillas. Tendida de espaldas, Teresa hizo un esfuerzo por integrar su feminidad lastimada al mundo rutilante y acogedor de Elle, entre sedas y pieles de verdadero cariño. Inconscientemente, el suave balanceo de sus piernas encendidas, se acopló al ritmo del oleaje. Pronto amanecería. De repente, cuando ya había conseguido poner cierto interés en lo que estaba leyendo (el horóscopo), algo distrajo su atención: era el roce de su propia piel. Se inmovilizó. Sus ojos celestes se humedecieron, quedaron velados por una escarcha. Y allí, encogida sobre el diván, la barbilla clavada en el pecho y los cabellos caídos sobre el rostro, como una niña temblorosa y ultrajada, las lágrimas vertidas amargamente por la muerte de un hermoso mito empezaron a resbalar sobre las páginas satinadas y esplendorosas de Elle, cuyo horóscopo, efectivamente, decía: Cet été vous changerez d'amour.

Últimas tardes con Teresa. Juan Marsé. 1966

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