
Ella escuchó el sonido del piano. Las notas fluían por entre las delgadas líneas de la partitura; las celdillas del diagrama se abrieron por un momento, y toda la música se escapó por la ventana, por entre los cristales. Su habitación daba al patio, así que no se fueron muy lejos. Corrió con dificultad por entre la maleza. Por la mañana había ido al colegio, y la mochila le pesa cada día de la semana un poco más. Era viernes. Tenía toda la tarde por delante.
Las notas de aquel piano se colaron por entre la ropa interior que estaba colgada en el tendal.
Hacía mucho frío. Era febrero. Y las tardes aun eran largas en la casa. Y ella se aburría. Y no sabía con quien jugar. El piano seguía sonando a través de la puerta del salón; esa puerta con cristal amarillento de hace décadas, que tamizaba la luz, y marcaba un curioso y casi mágico pasillo. Una luz, que acompañada por esa música, envolvía todo en un ambiente somnoliento y aletargado. Solía tumbarse en el suelo, acompañando a las motas de polvo, y al olor de la alfombra. Muy cerca su cara del suelo. Le gustaba sentirse parte del mobiliario, desaparecer de vez en cuando, pero siguiendo allí. Ella se imaginaba continuamente cómo serían aquellas manos que se posaban tan rápidamente por encima de las teclas del piano. Parecía acariciar la música, a veces escuchaba cómo alguna lágrima se caía encima de la madera pulida del enorme instrumento.
Ella sabía que la otra ella, la que tocaba el piano, solía llorar cuando tocaba esa música, mientras ella se tumbaba en el suelo, dejando madurar encima de las motas de polvo y las pelusas del jersey, ese sentimiento que años más tarde depositaría encima de un piano. En las tardes de febrero. Los viernes por la tarde.
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Me dio mucha pena, me erizó los pelos y me recordó a Cría Cuervos.
ResponderEliminarTe quiero